Noche de Reyes
Era la noche de un cinco de enero de finales de los años setenta. Yo tenía, por tanto, unos seis años. La cabalgata de Reyes pasaba como cada año, como supe después, por la calle Urgel tocando la calle Sepúlveda y, también como todos los años, mi madre hacía más de dos horas que esperaba de pie, conmigo en brazos, en la segunda o tercera fila, mientras el resto de niños y sus sufridos padres se amontonaban encima de las vallas de color amarillo que la Guardia Urbana se esforzaba en mantener intactas.
Estaba impaciente por ver las impresionantes carrozas de Sus Majestades los Reyes, por poder dar a sus pajes la carta que había escrito a última hora, rectificando como siempre los regalos que pedía para el 6 de enero, convencida de que alguno de los tres iba a atender mis peticiones. También quería juntar algunos de los caramelos que lanzaban las azafatas con sombreros dorados, silbar al camión que transportaba el temido carbón, gritar al rey negro …
Claro que, a pesar de todo lo que me decían los mayores, en aquellos momentos también tenía mis dudas: no había entendido nunca, por ejemplo, cómo los Reyes podían subir a mi casa con sus camellos, a un sexto piso, sin utilizar el ascensor, y cómo acababan en tan poco tiempo con las tres botellas de coñac y las barras de turrón que les dejábamos.
Además, si aquellos eran los tres Reyes auténticos, ¿quiénes eran los que se pasaban un mes antes recogiendo cartas de niños delante del Corte Inglés de la Plaza Cataluña y en cada esquina: unos impostores?
Mi padre nunca nos acompañaba a la cabalgata. La hora coincidía con su horario laboral, que a mi entender nunca tenía fin. Así que mi madre estaba sola sujetando a una excitadísima niña de cuatro años y a la vez embarazada de dos meses, en medio de aquella montaña de gente emocionada e histérica, pasando frío y calor, esperando que llegaran por fin los Reyes Magos.Y los Reyes no acababan de llegar nunca.
Contemplaba cómo los niños mayores se acercaban a las primeras filas, y quería ser como ellos. Pero mi madre no me dejaba que me separara de ella. Se quejaba continuamente de dolor de barriga, un dolor de barriga extraño que no le era familiar, y con la cara pálida y la voz temblorosa me decía que, si los Reyes no habían llegado ya, pasadas las ocho de la tarde, seguro que ya no vendrían.
Yo le contestaba que la Cabalgata siempre se retrasaba porque Sus Majestades llegaban en barco y los barcos siempre iban más lentos que los coches. Y pensaba que no, a mí no podían fallarme, porque yo había hecho durante ese año todo lo que los mayores y en la escuela me mandaban.
Finalmente, cuando la carroza del rey Melchor, el rey blanco, cruzaba la calle Villarroel, los padres empezaban a perder la paciencia, los niños intensificaban sus chillidos mientras derribaban definitivamente las vallas de protección amarillas de la Guardia Urbana y las azafatas de sombreros dorados comenzaban a repartir caramelos, mi madre me agarró de la mano con fuerza y me estiró hacia fuera.
-¡Vámonos, vámonos, que pierdo a la niña!
Mi hermana tuvo más suerte. A partir de ese año, siempre fui yo quien la llevaba a la cabalgata la noche de Reyes.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio