La tienda de informática
Hace algunos días, la tarjeta de mi ordenador portátil sufrió una inesperada avería que me impedía conectarme a la red. Dado el nivel de adicción laboral y personal que sufro a diario, me ví obligada a acudir de inmediato a la tienda de informática donde adquirí esa infame herramienta que me tiene enganchada. Muy amablemente, la dependienta me indicó que no podían dar traslado de mi reclamación al servicio técnico porque éste estaba en otra elegante tienda de la cadena, en la parte alta de Barcelona.
Debido a mi vorágine profesional diaria, me encontré a las siete y media de la tarde en medio de una cola de unas diez o doce personas ávidas de nuevas tecnologías, con mi hija de dos años dormida en brazos, la maleta de abogada en una mano, la cartera de la escuela en la otra y un terrible dolor de cabeza. En la sala había unas siete u ocho sillas, ocupadas también por varios compradores, y sólo tres dependientas: eso sí, todas vestidas de azul y blanco como manda la normativa interna de la empresa a la que representan. Estuve tentada de marcharme, pero puesto que ya había hecho el viaje hasta la tienda y necesitaba tener conexión, decidí hacer un esfuerzo y quedarme en la cola. Además, mi confianza innata en el género humano me hizo suponer que, a buen seguro, viendo la pinta que yo llevaba, o los ojitos cerrados y los rizos enredados de la niña, alguno de los presentes se levantaría y nos dejaría sentar.
Pero no sólo no fue así, sino que las cosas todavía podían empeorar. Alguien entró en la tienda más tarde y preguntó:
- ¿Quién es el último?
No tuve tiempo de contestar, porque en menos de dos segundos un joven ejecutivo con moreno rayos UVA, que no tendría más años que yo y de ésos que ni de soltera me hubieran inspirado una sola mirada, se giró, nos miró por encima del hombro y de un modo insultante masculló:
- ¡Tú, tú eres la última! ¡No yo!
No era cierto. El último era él. Pero no era ésa la cuestión. En ese momento se esfumó toda mi vocación social y deseé con todas mis fuerzas tener una varita mágica para hacer que el móvil de ese joven le estallara en mil pedazos, sumiéndole en un profundo sueño que le hiciera reflexionar sobre qué mundo tenemos y si no es, en realidad, el que nos merecemos.
Ajena a todo esto, mi hija seguía durmiendo profundamente.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio