domingo, 28 de enero de 2007
Permítanme que hoy mi blog tenga un tono más frívolo e intranscendente de lo que es habitual.
Un conocido refrán de la España profunda dice:
"Si una mujer con veinte años no es guapa, no lo será nunca. Si un hombre a los veinte años no es guapo, no hay problema, le quedan veinte años más para serlo".
El caso es que últimamente me estoy dando cuenta de lo que es una realidad: al igual que existe un aumento de las separaciones y divorcios en los últimos años, también se incrementa el número de parejas en las que ella es mucho mayor que él, lo que puede estar íntimamente relacionado con lo primero.
Y esta realidad está dando al traste con uno de mis principios más arraigados sobre el amor: que las relaciones en las que ella es mayor que él tienen muchos números de acabar en fracaso, por una cuestión simplemente biológica.
Vamos a ver: que Ana Obregón, que tiene tiempo y dinero para invertir en gimnasios, tratamientos de estética y ropa de marca para luchar contra el reloj, nos venga con un novio al que saca veinticinco años, hasta cierto punto tiene un pase. O Demi Moore, o la hija de la duquesa de Alba ...
Pero el otro día, cuando ví la fecha de nacimiento del nuevo novio de una clienta a la que tramité la separación de su marido casi cincuentón, me faltó poco para caerme de la silla. Era evidente que el chico en cuestión era mucho más joven que ella, pero es que nació ... ¡en el 83!
Después, en una cena con dos de mis mejores amigas, una de ellas, la que está soltera, nos contó el por qué de su buen aspecto: hace tres meses que sale con un chico de su trabajo, de treinta y cinco años, cuando ella ya ha cumplido los cuarenta y uno.
El otro día tuve la ocasión de hablar con el nuevo amigo de mi medio-hermana Laura, que cumplirá los treinta en marzo, y comprobé como con veintiséis años está a años luz de ella.
E incluso mi cuñada, de cuarenta y tres y pocas relaciones sabidas, cumplirá dos años de feliz matrimonio con su marido, al que lleva cinco años.
Una cosa sí tienen en común todas estas mujeres: les brillan los ojos cuando hablan de las maravillas de sus jóvenes conquistas.
Ahora bien: a mí, no me convencen. Dicho sea con todo el cariño para Ana, Laura, Mari y mi cuñada.
Ya sea por un exceso de oxitocina u hormonas maternales, o por un complejo incesante de búsqueda del compañero-padre, lo cierto es que yo siempre encontré más interesante ir a cenar con mi profesor de historia para la selectividad, que me sacaba diez años cuando yo tenía diecisiete y que ya había terminado el doctorado, que con los niños de mi clase de COU - cabe decir que finalmente obtuve de las notas más altas de mi clase en los exámenes -.
Y creo que ahora, si mis circunstancias personales fueran otras, seguiría encontrando más atractivo ir a cenar con un cuarentón que con un veinteañero.
Está claro lo que puede encontrar un chico de casi treinta años en una joven de diecisiete, y a la inversa. Pero ... ¿qué es lo que mueve a un chico de veintipocos a compartir su vida - porque mi clienta y su novio ya están viviendo juntos - con una mujer cerca de los cincuenta, y además cargada de problemas económicos y familiares?
En fin ... supongo que tiene razón mi hermana, debería revisar mis principios y adaptarlos a los nuevos tiempos. No obstante, algunas cosas no cambian. Y si no, tiempo al tiempo.
sábado, 20 de enero de 2007
Amamantar en restaurantes:¡boicot al Txapela!
A finales del 2004 escribí una carta en un conocido periódico local poniendo de manifiesto las ventajas de la lactancia materna y las dificultades existentes en nuestra sociedad actual para poder compaginarla con la incorporación al trabajo tras la maternidad, lo que provoca que en la práctica muchas de las lactancias se queden por el camino.
Ahora, casi tres años después, después de haber leído la desafortunada actuación del restaurante Txapela, en el que reprobaron a una madre el hecho de amamantar a su hija y la instaron a que lo hiciera en su casa o en un lavabo mugriento, compruebo con estupefacción cómo parece que vamos no sólo no a mejor, sino a peor.
Actuaciones como ésta, por su impacto en la opinión pública, tiran por tierra todo el trabajo que estamos haciendo desde las numerosas Asociaciones y Grupos de ayuda a la lactancia existentes en Catalunya y también a nivel nacional, por parte de madres voluntarias que ofrecen su tiempo para informar, ayudar y apoyar a las madres que desean amamantar.
Ignoro si el encargado del Txapela es padre o no, pero está claro que no conoce lo que es el llanto de un bebé de pocos meses que - recordemos - se alimenta exclusivamente de la leche materna, y lo más importante: no entiende de normas, de horarios ni de lugares.
La cuestión, como mínimo, debería hacernos reflexionar. Amamantar no es un capricho de la madre: es un derecho del recién nacido.
sábado, 13 de enero de 2007
Lo que no puedo soportar
No puedo soportar la imagen que me toca vivir todos los sábados por la noche: diez o doce hombres reunidos frente al televisor en el bar de siempre, gritando, sufriendo y gimoteando ante la contemplación de un partido de fútbol.Diez o doce hombres en celo, en un reducido espacio de tres metros, humo, jarras de cerveza, calor, rabia, las mujeres a dos mesas vista, y tú mezclándote con ellos.
No puedo soportar verte tan lejos.
No puedo soportar tus conversaciones banales, tu rostro desfigurado ante una jugada dudosa, tu furia contra el árbitro cuando comete un error, y la felicidad que alcanzas cuando tu equipo marca eso que llamáis gol, es decir, cuando uno de los once hombres en pantalón corto alcanza la portería contraria, la perfora, la rompe por dentro.
¿Lo ves?, todo se reduce a lo mismo.Esa furia, y esa felicidad, que ni siquiera desplegas conmigo cuando te introduces dentro de mí.Y tú intentas explicarte, hacerme partícipe de tus emociones. El domingo pasado, por ejemplo, me decías que estabas cansado, que el partido te había agotado, que tenías una sensación de vacío y desahogo equiparable a lo de ayer por la noche.Quizá ello sea equiparable al vacío que siente el artista al finalizar una obra. Un libro, un poema, un cuadro, una escultura. ¿Te expliqué que antes de conocerte tuve un amigo que pintaba? Y hablaba de lo del agotamiento y del vacío exactamente igual que tú. Refiriéndose a la pintura, claro.¿Eso significa que existe algo de arte, entonces, en el deporte?
Y sigues estando lejos.
Tan lejos como cuando te hablo de mi ansiedad por escribir, de mis miedos y mis inquietudes. Enciendes un cigarro tras otro, intentas mostrar interés, pero sé que no me escuchas. Me dices “Eso de escribir lo hacen mucho las mujeres: mi hermana y mi prima también escriben”. Vaya, tu prima y tu hermana, dos bichos raros que pasan de los cuarenta y que, como no tienen una vida sexual satisfactoria, según tú, se dedican a escribir. Debo de ser afortunada, o no funciona tu teoría.
Tú que no eres capaz de ver más allá de lo que se ve.
Un ejemplar del hombre de Cromagnon en el año 2007.
Entonces soy yo. Si como mujer hago honor al dicho y soy complicada, desordenada, impulsiva y antifútbol. Y me veo obligada a hipotecar mis fines de semana para estar con Ronaldinho y Márquez. Para estar contigo.
Por fin, estamos ya en tiempo de descuento. Dentro de cinco minutos, si no hay prórroga, vendrás, con tus cinco amigos, me preguntarás si he reservado mesa para cenar, me pellizcarás la blusa y me subirás el escote, pagarás tus cinco copas de cerveza y te sentirás el hombre más feliz del mundo.
Y yo también.
Noche de Reyes
Era la noche de un cinco de enero de finales de los años setenta. Yo tenía, por tanto, unos seis años. La cabalgata de Reyes pasaba como cada año, como supe después, por la calle Urgel tocando la calle Sepúlveda y, también como todos los años, mi madre hacía más de dos horas que esperaba de pie, conmigo en brazos, en la segunda o tercera fila, mientras el resto de niños y sus sufridos padres se amontonaban encima de las vallas de color amarillo que la Guardia Urbana se esforzaba en mantener intactas.
Estaba impaciente por ver las impresionantes carrozas de Sus Majestades los Reyes, por poder dar a sus pajes la carta que había escrito a última hora, rectificando como siempre los regalos que pedía para el 6 de enero, convencida de que alguno de los tres iba a atender mis peticiones. También quería juntar algunos de los caramelos que lanzaban las azafatas con sombreros dorados, silbar al camión que transportaba el temido carbón, gritar al rey negro …
Claro que, a pesar de todo lo que me decían los mayores, en aquellos momentos también tenía mis dudas: no había entendido nunca, por ejemplo, cómo los Reyes podían subir a mi casa con sus camellos, a un sexto piso, sin utilizar el ascensor, y cómo acababan en tan poco tiempo con las tres botellas de coñac y las barras de turrón que les dejábamos.
Además, si aquellos eran los tres Reyes auténticos, ¿quiénes eran los que se pasaban un mes antes recogiendo cartas de niños delante del Corte Inglés de la Plaza Cataluña y en cada esquina: unos impostores?
Mi padre nunca nos acompañaba a la cabalgata. La hora coincidía con su horario laboral, que a mi entender nunca tenía fin. Así que mi madre estaba sola sujetando a una excitadísima niña de cuatro años y a la vez embarazada de dos meses, en medio de aquella montaña de gente emocionada e histérica, pasando frío y calor, esperando que llegaran por fin los Reyes Magos.Y los Reyes no acababan de llegar nunca.
Contemplaba cómo los niños mayores se acercaban a las primeras filas, y quería ser como ellos. Pero mi madre no me dejaba que me separara de ella. Se quejaba continuamente de dolor de barriga, un dolor de barriga extraño que no le era familiar, y con la cara pálida y la voz temblorosa me decía que, si los Reyes no habían llegado ya, pasadas las ocho de la tarde, seguro que ya no vendrían.
Yo le contestaba que la Cabalgata siempre se retrasaba porque Sus Majestades llegaban en barco y los barcos siempre iban más lentos que los coches. Y pensaba que no, a mí no podían fallarme, porque yo había hecho durante ese año todo lo que los mayores y en la escuela me mandaban.
Finalmente, cuando la carroza del rey Melchor, el rey blanco, cruzaba la calle Villarroel, los padres empezaban a perder la paciencia, los niños intensificaban sus chillidos mientras derribaban definitivamente las vallas de protección amarillas de la Guardia Urbana y las azafatas de sombreros dorados comenzaban a repartir caramelos, mi madre me agarró de la mano con fuerza y me estiró hacia fuera.
-¡Vámonos, vámonos, que pierdo a la niña!
Mi hermana tuvo más suerte. A partir de ese año, siempre fui yo quien la llevaba a la cabalgata la noche de Reyes.
El paso del tiempo
El paso del tiempo es haber extraviado la licencia para perder el tiempo.
Es mirarse una mañana en el espejo y descubrir la señal de un día más.
Es considerar interesantes a los hombres que pasan de los treinta y cinco.
Es ver más cerca la fecha de caducidad de tu fuerza y belleza.
Es encontrar a tu mejor amiga de la infancia amamantando a su bebé.
Es la satisfacción después de una clase a noveles sin formar parte ya de ellos.
Es verificar horrorizada que ya no todo está permitido.
Es calificar determinadas actitudes como privilegiadas de los jóvenes.
Es pasar de ser protegido por los padres a protegerles a ellos.
Es comprobar que mi hermana pequeña ya no necesita mis consejos.
Es constatar cómo tu vecino guapo gana con los años.
Es el cansancio diario a partir de las doce de la noche y la resaca de los excesos más allá de lo habitual.
Es el tránsito feliz y dulce de señorita a señora.
Es el respeto de los niños por la calle.
Es confirmar que por fin los clientes añosos no cuestionan mi inexperiencia.
Y sobretodo, es no caer en el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor.