sábado, 9 de diciembre de 2006
Permítanme recordarles las palabras que pronunció el nuevo Presidente de Brasil cuando fue escogido en diciembre de 2002: “Mi objetivo es que cada brasileño pueda desayunar, comer y cenar cada día”.
No por su obviedad, esta frase no debería hacernos pensar. Desayunar, comer y cenar: realizar las tres comidas básicas necesarias para la buena salud de cualquier persona. El nuevo Presidente afirmó hace cuatro años que se sentiría afortunado si llegara a cumplir su objetivo.¿Lo cumplió? Esperaría equivocarme pero puedo afirmar que no. Vamos a ver… ¿es que en el año 2007 todavía existe algún lugar en el mundo donde esto no sea posible?
¿Cómo deberían sentirse, entonces, todos aquellos niños de Brasil que no pueden llevar a cabo ni una sola comida en condiciones al día - por ejemplo - si por un momento pudieran atravesar estas calles llenas de ciudadanos ociosos, feroces compradores compulsivos de bienes en su mayoría innecesarios y que dejaremos olvidados a partir del 8 de enero?
A buen seguro, comprobarían lo evidente: que la ciudad es hostil, desagradecida, egoísta, falsa, poco acogedora y nada humana, y también en Navidad; que sabe esconder perfectamente su faceta más oscura, las desigualdades y el cuarto mundo que existe aquí mismo; que rechaza las dificultades - económicas y no económicas - , que oculta deliberadamente las injusticias, que transmite una imagen de serenidad y modernidad cuando en cada esquina puede esconderse una tragedia personal.
El inválido que cada día pide caridad en la estación de Metro, estos días ha adornado la caja en la que recoge las monedas con bolas de colores. El vagabundo que cada mañana a las ocho inicia su jornada “laboral” en la puerta que da a la calle Villarroel del Hospital Clínico, ha añadido un “Felices Fiestas” al cartel que le protege del frío, y esto, sin duda, le reporta más beneficios.
Pese a todo, Feliz Navidad, aunque sea desde el color de nuestro propio cristal.
El día de hoy
“Si una fuerza prematura se lleva en ti una parte de mi alma, ¿qué hago yo, que soy la otra, y que no entera sobreviviré? Un día mismo traerá a ambos la ruina. No, no será pérfido el juramento hecho. Adonde quiera me precedas los dos iremos, ambos iremos, caminantes dispuestos a hacer el viaje sin retorno.”
Le pedí que no se derrumbase. Le dije: ninguna mujer, ni siquiera yo misma, vale un minuto de tus noches de insomnio, de tu dolor, de tus lágrimas. No la culpes: el día en que ella te miró dos veces y dejó de sentirse orgullosa de tí, supo al instante que su amor se había esfumado, como el olor de las bengalas el amanecer de la verbena de San Juan. Y le recordé: amigo, sólo tú tienes la fuerza para seguir adelante: agárrate al día de hoy, no seas demasiado crédulo en el día de mañana.
(Dedicado a los clientes insomnes de la abogada a una nariz pegada)
domingo, 3 de diciembre de 2006
Yo también sufrí bullyng
Yo contaba quince años, iba a un colegio privado, era buena estudiante, tenía un grupo de amigas desde la más tierna infancia, una hermana pequeña que me adoraba, devoraba todos los libros que me interesaban, iba a todos los conciertos que quería….Todo marchaba perfectamente hasta que Ella se matriculó en mi clase.
Ella, la niña - porque éramos niñas - de cuyo nombre no quiero acordarme, tenía mi misma edad, unos ojos azules que utilizaba para cautivar a todos y una maldad innata. Vivía con su madre divorciada a dos calles de nuestra casa, por lo que pronto me tocó el calvario de tener que realizar juntas cada día el trayecto de ida y vuelta a la escuela.
El primer día apenas me di cuenta. Ella empezó con ponerse mi ropa de marca nueva cuando yo ni siquiera la había estrenado. Después, continuó con encerrarme en su casa y amenazarme con no dejarme salir.
El tercero, me abofeteó delante de todo el grupo en el Burguer King de la calle Caspe.
Y finalmente estos episodios se volvieron habituales: consiguió embaucar a varias compañeras y entre todas se reunieron en el gimnasio, un lunes por la tarde, intentaron desnudarme, me tiraron del pelo, me agredieron … No hace falta decir que mi rendimiento escolar bajó en picado, pero ninguno de mis profesores fue capaz de advertir lo que estaba pasando.
Sólo Eduard, el repetidor de dieciocho años que me dio mis primeros besos los viernes por la tarde, el primer hombre que recuerdo que tocó mis pechos, me ayudó en la medida de lo posible: intentó que me separara de Ella. Pero Ella ya se había preocupado de procurar que esos encuentros lúbricos no se repitieran, recordándole que en la oscuridad de la discoteca no se advertía el tamaño de mi nariz, por lo que Eduard desistió en su intento de abrirme los ojos.
Supongo que era normal. Yo padecí el síndrome que sufren todas las víctimas de violencia, sea doméstica, escolar o derivada de un secuestro. Esa adicción a tu verdugo que provoca que creas que lo que te ocurre tiene alguna justificación. Ella me decía que lo hacía por mi bien, que mi problema era que yo no sabía defenderme, y que su obligación como amiga era hacerme fuerte.
Pero conseguí salir. Tuve la suerte de que Ella en tercero de B.U.P. había escogido la opción de Ciencias cuando yo me había matriculado en Letras. Aprobé el curso, no sin antes recibir una reprimenda monumental de mis padres y tutores por haber trabajado sólo en los exámenes finales, y dejé de verla. Ella, por supuesto, en tercero escogió otra víctima, y esa víctima sí no supo salir, y tuvo que repetir el curso.
Al cabo de unos años, en la fiesta de fin de curso de C.O.U., la vi en un rincón del patio, sola. Había engordado hasta un límite enfermizo, sus ojos de los cuales estaba tan orgullosa habían perdido todo su atractivo, y su piel reflejaba un brillo sospechoso.
Supe que dos de sus otras víctimas la habían agredido con unos zapatos de suela dura, y que tendría que repetir el curso, y no podría entrar en la universidad.
Supe que había empezado a ser adicta a las drogas.
Supe que nadie más seguía su juego, y que pasaba los sábados sola, y que ningún chico se le acercaba debido a su sobrepeso. Y pude comprobar efectivamente que nadie la saludaba.
No me dio ninguna lástima.
Yo había aprobado selectividad con unas notas excelentes, me preparaba para entrar en la universidad, tenía un novio que besaba incluso mejor que Eduard y sus antiguas víctimas eran ahora mis amigas.
Por un momento recordé todas las lágrimas derramadas a escondidas en los lavabos de la escuela, las noches encerrada en mi habitación intentando evadirme de aquella horrible realidad, los años que no fui capaz de mirarme en el espejo en el gimnasio pensando que mi nariz lo partiría en dos.
En aquel momento aprendí que la propia vida se había vengado en mi nombre.
Fiesta mayor
María se apartó el cabello de la cara y alargó un plato hacia el centro de la mesa. Hacía mucho calor, y los veraneantes de Lascuarre celebraban su semana de Fiesta Mayor. Era la hora de cenar.
- ¿Qué quieres de postre: melón o helado?
Luis resopló y sin levantar la cabeza del periódico asintió levemente.
- ¿Melón o helado?
- Lo que tú quieras, lo que te vaya bien, cariño. – respondió Luis nuevamente sin mirarla.
- Si escojo lo que yo quiera, entonces no te preguntaría, ¿no? – contestó ella refunfuñando.
- Y tú, cariño, ¿qué vas a tomar? – musitó Luis mientras pasaba varias páginas.
- ¿Y qué más da lo que yo tome? ¡Me interesa lo que vas a tomar tú!. Además seguramente no tomaré postre. ¿Has visto que hoy es luna llena? ¿Sabes qué dicen las mujeres del pueblo de las noches de luna llena?
- Mira, tomaré lo mismo que tú. - Luis seguía sentado al lado de María -
- Luis, cielo, te acabo de decir que no tomaré nada más – María insistió -. Pues dicen que las noches de luna llena son propicias para engendrar un hijo. Y que en la noche de hoy, la verbena de San Juan, las mujeres que deseen aumentar su fertilidad deben bañarse a las doce en el mar. Aquí no hay mar, pero podría bañarme en el río, que para el caso es lo mismo. A la hija de casa Monzón le funcionó y ya va por el quinto hijo.
- Pero si ya sabes que no me gusta tomar fruta de postre – afirmó de nuevo Luis.
- Entonces helado, no sé ni por qué te pregunto.
María miró por la ventana. Estaba a punto de anochecer y el sol desaparecía lentamente. Una joven pelirroja de unos dieciséis años le devolvió la mirada desde la calle.
- Vamos, Luis, por favor, márchate. La orquesta está a punto de empezar.